Dios no sabe fallar
Testimonio vocacional del P. Juan Manuel Flores Hernández
P. Juan Manuel Flores Hernández L.C.
Sobra decir que siempre fui un niño guapo, alegre y bastante travieso. Y si no me creen, pueden preguntarlo a mis papás, a las cortinas quemadas de mi abuelita materna y a la directora de mi antiguo colegio en Celaya. Nací el día 28 de julio de 1981 en la hermosa ciudad de Celaya Guanajuato. Soy el segundo de tres hijos, tengo una hermana mayor llamada Edith y un hermano menor de nombre Jesús. Eso sí, el consentido de la familia soy yo. Mi papá, Juan Manuel Flores, es contador público y mi mamá, María del Consuelo abogada; ambos siempre han sido para mí un verdadero ejemplo de vida cristiana y de paciencia heroica a pesar de mis numerosas travesuras.
Cuando era pequeño, alguna vez pensé en ser sacerdote, sobre todo porque me gustaban mucho las hostias que me daba mi abuelita paterna Juanita después de enseñarme el catecismo. En caso de que algún día llegaran a faltar, éstas eran sustituidas por galletas María, por lo que puedo decir que ya desde mis nueve años me gustaba comulgar unas veinticinco veces al día.
El llamado
Era el año 1993. Me encontraba estudiando sexto de primaria. Un día estaba divirtiéndome con mis amigos jugando una “cascarita” de fútbol. El partido estaba reñidísimo. Faltando dos minutos para que terminara el segundo tiempo el marcador iba 1-1, fue entonces cuando uno de mis compañeros me mandó un pase que bajé de pechito y justo enfrente de la portería hice un chute con todas mis fuerzas hacia gol y mientras el balón cruzaba el ángulo superior derecho, estallaron gritos de júbilo por la anotación. Habíamos ganado, éramos los campeones del colegio. Poco duró el espíritu de alegría, pues unos segundos después de la anotación se escuchó la explosión de cuatro cristales que protegían el periódico mural del colegio debido a que el balón se había estrellado contra ellos. Todos nos pusimos pálidos. Si no hubiera sido por el toque de la campana nos hubiéramos quedado toda la tarde contemplando el accidente.
Mis compañeros y yo tomamos el balón y nos fuimos corriendo hacia el salón. Como la profesora se demoró un poco en llegar, mi curso aprovechó la ocasión y comenzamos una excelente guerra de papeles. A mitad de la batalla reinó un silencio sepulcral, había entrado la directora. De pronto comenzó a llamar a algunos de la clase, curiosamente los que “mejor nos portábamos”, entre los cuales me encontraba yo. Nos pidió que esperásemos fuera. Me imaginé el peor de los castigos. Cuando crucé el umbral de la puerta, vaya sorpresa, un religioso bien peinado, con el calzado lustrado y con una manera de vestir muy peculiar atrajo la atención y la admiración de los que salíamos del aula. La directora nos explicó que este padre quería hablar con nosotros e invitarnos a un fin de semana en un seminario que estaba en la ciudad de México. Yo a mis adentros me decía: a mí que me inviten a donde quieran (hasta a ir a la luna) mientras no me castiguen… Era curioso porque cuando estaba más pequeño a veces me mandaban a la dirección por haber hecho alguna travesura, llamaban a mis papás y después de llamarme la atención me decían: hijo, si te sigues comportando mal te vamos a mandar a un seminario. Yo no sabía qué era realmente un seminario, pero la palabra se escuchaba medio tétrica, así que para no arriesgarme mi comportamiento cambiaba favorablemente. Sin embargo, al ver a este padre tan sonriente y jovial mi concepto de seminario cambió. El padre nos habló acerca del centro vocacional de los legionarios de Cristo situado en el Ajusco y la vida que llevaban en él. Me encantó. De la clase yo fui el único que acudió al fin de semana y posteriormente al seminario.
La respuesta
Un día regresando a mi casa, ya en los últimos días de clases que me quedaban para terminar sexto, me puse a pensar qué haría en aquellas vacaciones antes de ingresar a la secundaria. Me podía ir a la playa con mi familia y pasar unos días fantásticos, o también me atraía la idea de pedirles permiso a mis papás para irme unos días con mi tía y mis primos a Estados Unidos e ir a Disney Landia, etc. Todas estas ilusiones rondaban en mi cabeza hasta que llegué a la puerta de mi casa y vi un par de cartas en el piso. Las levanté y vi que una de ellas estaba dirigida a mí. Era de los padres de México que me enviaban fotos del fin de semana al que había asistido hacía ya algunos meses y que me invitaban a participar de un cursillo de verano que duraría alrededor de un mes. Cuando vi las fotos recordé que me la había pasado muy bien en el seminario y esta opción entró dentro de mis planes en las vacaciones. La carta decía que se pondrían en contacto conmigo para saber mi respuesta, pero no especificaba el día ni la hora. Podía ser esa semana o dentro de un mes, o dentro de varios meses. En fin, yo guardé mi carta y me fui a mi cuarto a jugar video juegos para concentrarme y tomar una decisión.
Llegó la tarde. Mi mamá llegó del trabajo y se puso a preparar la comida. Fui a saludarla y le dije que me iba a ir al seminario ese verano. Como pensó que le estaba haciendo una broma no me puso mucha atención y no me creyó. Antes de salir de la cocina le dije que por esos días iban a venir por mí los padres para llevarme al seminario. Ella me dijo que eso estaba muy bien y que me fuera a hacer la tarea.
Cuando estábamos terminando de comer sonó el timbre. Mi mamá me pidió que me asomara para ver quién era. Me levanté de la mesa y fui a ver. Eran los padres. Les abrí, los saludé y los invité a que pasaran. Después de acomodarlos en la sala, regresé al comedor y les dije a mis papás que ya habían llegado los padres. Se pusieron pálidos del asombro, pues hasta ese momento pensaban que les había estado haciendo una broma. Se levantaron del comedor y fueron a saludar a las visitas. Después de una larga charla, de la cual la verdad no me acuerdo mucho, mi mamá se volteó y me dijo: ¿de verdad quieres ir? a lo que le respondí: sí. Y me dijo: está bien, te damos permiso de que vayas, pero estoy segura que a los tres días los padres te van regresar por lo tremendo que eres. Hasta hoy han pasado 19 años casi 20 y mi mamá me sigue esperando, se ve que a Dios le gustan los traviesos.
El cursillo de verano
Llegué al cursillo. Fue un mes inolvidable. Los paseos a la montaña, las visitas a Reino aventura y a diversas partes de la hermosa ciudad de México, el hermoso ambiente de alegría que había entre todos los niños, los torneos de fútbol y toda la formación que los padres nos daban llenaron mis expectativas. Realmente ser sacerdote era algo grandioso. Me ilusioné no sólo por las cosas maravillosas que estaba viviendo, sino al ver la alegría de los padres. Si había guerra de globos de agua eran los que más se divertían y los que mejor puntería tenían. Si jugábamos algún deporte eran los que más goles o canastas metían. Si había concurso de canciones eran los que mejor lo hacían. En fin, eran auténticos campeones de Cristo.
Tres días antes de terminar el cursillo introductorio estaba tomando una decisión muy importante para mi vida: quedarme en la apostólica o volver a casa y seguir con mi vida normal. Ya tenía mi inscripción hecha en uno de los mejores colegios pertenecientes a los maristas en Celaya, donde cuatro de mis tíos eran profesores de distintas materias e incluso el director era mi tío. La mayoría de mis amigos estudiarían allí y ya le habían preguntado en repetidas ocasiones a mi mamá que cuándo volvería. Recuerdo que incluso me llegó la noticia de que una de mis mejores amigas llamada Alejandra se había inscrito en dicho colegio. Ella antes de terminar sexto me dijo que si estábamos juntos en la secundaria sería mi novia. Todas estas oportunidades me agradaban mucho y me atraían, y las comparaba con lo vivido durante el mes de cursillo, pero veía que les faltaba un ingrediente esencial para que me hicieran realmente feliz: Dios.
La gran pregunta
Ese día íbamos a tener un paseo especial a uno de los colegios de la congregación. Jugaríamos fútbol empastado y después tendríamos un tiempo largo de piscina para descansar del juego. Por la tarde veríamos una película. Un programa estupendo para cualquier niño. Digo íbamos a tener porque no lo tuvimos a causa de que ese día Dios me haría una pregunta muy importante en mi vida.
Nos estábamos subiendo al autobús para dirigirnos al colegio donde supuestamente sería el paseo. Dentro del camión el ambiente era bastante alegre, había guerrita de chanclas voladoras, toallas, jabones, champús, etc. Otros iban jugando con sus video juegos o cantando. A mí me tocó en el tercer puesto de lado del chofer junto con un amigo de León que le llamábamos el “Dado”, pues nunca podía sacar más de seis en los exámenes de matemáticas. Detrás tenía a otro compañero que estaba sumergido en su video juego, estaba súper feliz pues ya estaba en el último nivel del juego y nos decía que lo terminaría antes de llegar al colegio, lo cual no sucedió. Arrancó el transporte. El autobús en el que viajábamos era conocido como el Pato y tenía la costumbre de estropearse continuamente. Estando cerca de lo que antiguamente era Reino aventura (ahora Six Flags), vi que el chofer apretaba continuamente el pedal de freno sin obtener respuesta. Nos encontrábamos en una vía de tres carriles y a lado estaban otros tres de sentido contrario con bastante tráfico. A mano derecha saliendo de nuestro carril había una especie de precipicio. Vi que a unos metros de distancia en frente de nosotros había unos semáforos que en ese momento se encontraban en rojo y había dos coches detenidos en cada carril. Nos habíamos quedado sin frenos y llevamos mucha velocidad. Como en el autobús teníamos fiesta, fuimos muy pocos los que nos dimos cuenta de ello. Uno de los chicos que estaba enfrente de mí también se percató de lo que estaba ocurriendo y se levantó corriendo a la puerta pidiéndole al chofer que la abriera para tirarse de ella, pues no quería chocar y morir. El chofer llamó al padre que nos acompañaba para que sentara al chico, le informó que no teníamos frenos y tomó con una de las manos la palanquita que accionaba la puerta para que nadie la abriera, pues a esa velocidad cualquiera se podía hacer picadillo. Aunque el padre trató de hacerse oír para dar la noticia no tuvo gran éxito. Recuerdo muy bien aquél instante, mientras nos acercábamos a los coches detenidos por el semáforo, con los que seguramente chocaríamos, vi mis doce años de vida en fracción de segundos. La pregunta era clara ¿qué había hecho por Dios en esos años?
Cuando estábamos a poca distancia de uno de los coches detenidos, el semáforo se puso en verde. Comenzaron a avanzar los autos y el chofer para no chocarles se cruzó por los carriles donde circulaban los automóviles que venían en sentido contrario. Fue un momento paralizante. Vi como el chofer esquivaba a uno, dos, tres, cuatro coches sin impactarse con ninguno, a pesar que estaba manejando con una mano. Aquello era una verdadera película, si hubiera ido a Disney ese verano seguramente que en ningún juego hubiera experimentado tanta adrenalina.
Después de cruzar por dichos carriles nos salimos del camino y había unas montañas de tierra grandes. Cuando nos acercábamos a una de ellas, pensé que el autobús chocaría con alguna de ellas y se detendría, pero no fue así. En vez de chocar saltamos por la montaña y caímos muy fuerte, con lo cual la velocidad disminuyó considerablemente, pero no fue suficiente para detener al autobús por completo. Gracias a Dios, un camión de carga estaba estacionado por esa parte y el autobús con la poca velocidad que le quedaba chocó con él y se detuvo totalmente. Comenzaron a llegar varias ambulancias y algunos médicos. Yo me vi entero y sin ningún golpe severo. Los doctores pidieron que todos los que estábamos bien bajáramos del autobús para que atendieran a los que lo necesitaban. Antes de bajar escuché que el chico que estaba detrás de mi estaba llorando mucho, me di la vuelta y no le vi ningún golpe, por lo que le pregunté ¿por qué lloras? Y me dijo que su video juego se había apagado por el movimiento tan brusco del camión. Seguía sin enterarse de lo que había pasado. Mientras bajaba vi alrededor de mi algunos compañeros que no tenían lesiones muy graves, sólo se habían golpeado con algo o tenían los brakets de los dientes pegados a los labios como era el caso del “Dado”. Al bajar vi cómo había quedado el camión. Parecía una lata de jugo aplastada sin piedad. Era un verdadero milagro que no nos hubiera ocurrido algo peor. Mientras veía el autobús con otro de mis compañeros se nos acercó una señora que traía una bolsa de panes y un frasco con un líquido verde. Destapó el bote y se echó el líquido en la boca, después le escupió al chico con el que estaba y le dijo que era para que se le saliera el mal espíritu. Yo le dije que tenía muy buen espíritu y que no necesitaba que me echara tal cosa, pero que me podía regalar los panes para el susto. Accedió y me dio los panes. Mientras me comía mi pan volvió a mi mente la pregunta ¿qué había hecho por Dios en esos años? Después de un par de horas llegó otro autobús por nosotros y regresamos al seminario.
La alegría de entregarse
Decidí entrar al Centro vocacional y desde entonces he seguido mi vocación con gran entusiasmo. Muchas veces me había soñado como un gran médico, un importante empresario, un famoso jugador de fútbol o un diestro profesor cinta negra de Karate, pero Dios tenía otros planes más grandes para mí y me invitó a ser uno de sus íntimos. Ahora cada vez que me pongo la sotana me gusta pensar que soy un cinta negra de Dios cuya misión es luchar por la salvación de las almas.
Mi vida en la Legión ha sido muy enriquecedora. Los cuatro años que viví en España como novicio y humanista, los cuatro que estuve en Roma haciendo mi filosofía y disfrutando de la cercanía del Papa, los siete años que llevo trabajando en los seminarios de Colombia, Argentina y Guadalajara han sido momentos inolvidables donde he podido convivir con personas maravillosas a las que les expreso mi gratitud y cariño al igual que al presente lector. Han pasado casi veinte años desde mi entrada al cursillo y si Dios me volviera a hacer la misma pregunta del accidente estoy feliz de poderle decir que tengo las manos llenas y que he sembrado en esta vida para cosechar en la eternidad. Dios no sabe fallar.
El P. Juan Manuel Flores nació el 28 de julio de 1981 en la ciudad de Celaya, Guanajuato. Es el segundo de los tres hijos nacidos del matrimonio entre Juan Manuel Flores y María del Consuelo Hernández. Cursó sus estudios de primaria en el colegio México de Celaya. Ingresó al Centro de vocacional del Ajusco en México en el año 1993, donde realizó sus estudios de secundaria y parte del bachillerato. En 1997 viajó a Salamanca, España para comenzar el noviciado y finalizar sus estudios básicos y humanísticos. Estudió cuatro años filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum en Roma. Fue parte del equipo de formadores de los centros vocacionales de Colombia, Argentina y Guadalajara. Actualmente sigue colaborando como formador de seminaristas en la ciudad de Guadalajara (México).