martes, 18 de diciembre de 2012

Ordenaciones P. Luis Rodrigo


Dios lo da todo

Testimonio vocacional del P. Luis Rodrigo Núñez Jiménez

 
P. Luis Rodrigo Núñez Jiménez L.C.

Siempre que me preguntan de dónde soy tengo que hacer todo un recorrido histórico geográfico por México. Nací en la ciudad de México, pero la familia de mi padre es de Aguascalientes y la de mi madre de los Altos de Jalisco, de Jalostotitlán. Viví en la Ciudad de México, en Guaymas Sonora, en Acapulco, en Tuxpan y en Xalapa, Veracruz y siempre he visto eso como una bendición porque hoy tengo amigos y familiares repartidos por todo el país.

Soy el segundo de tres hermanos, el mayor está ahora casado con una excelente mujer viven en Guaymas Sonora y tienen dos preciosos hijos, mi hermana es la menor y es consagrada en el Regnum Christi, trabaja con medios de comunicación y actualmente vive en Madrid, entre los tres nos llevamos a penas un año de diferencia y tenemos temperamentos muy complementarios así que siempre hemos sido muy cercanos.

Los primeros años de mi formación los viví en la Ciudad de México, estudié en un colegio del Opus Dei llamado Cedros, creo que fui un niño bastante normal, nada fuera de lo común, mis calificaciones eran buenas, no daba problemas en la disciplina, me llevaba bien con mis compañeros, son años que recuerdo con mucho cariño y sobretodo con muchísima gratitud porque ahí aprendí a ver a Cristo como a un amigo real que formaba parte cotidiana de mi vida. Participaba en las actividades que organizaba un club juvenil del Opus Dei, prácticamente todos los fines de semana teníamos torneos, campamentos, concursos, etc., ahí descubrí que ser un buen cristiano no significa ser aburrido, sino todo lo contario se trata de divertirse y saber vivir la vida al máximo, pero siempre de la mano de Dios, descubrí que el cristianismo no te quita nada y que por el contrario te ayuda a llevar todas las cosas a su auténtica plenitud.

Por el trabajo de mi papá, cuando pasé a segundo de secundaria nos mudamos a vivir a Guaymas Sonora, el cambio nos marcó muchísimo a todos. De vivir en un departamento, en una de las ciudades más grandes del mundo, en el centro del México, nos mudamos a una casa en la playa, en un puerto de 150 mil habitantes, en el pacífico norte, dentro del Golfo de Cortés, a pocas horas de la frontera. Ahí estudié en un colegio mixto, de formación marista, el Colegio Navarrete. Fue ahí donde conocí a muchos de los que hasta hoy son algunos de mis mejores amigos. La gente en Guaymas es extraordinaria, son abiertos, alegres y nobles, todos en mi familia nos sentimos tan identificados con esa sociedad que incluso hoy muchos piensan que somos originarios de ahí.

Los años de la secundaria fueron años que viví, por decirlo de algún modo, con mucha intensidad, mi disciplina dejaba mucho que desear, era extremadamente inquieto en clase incluso me llegaron a expulsar del colegio. Por otro lado mi grupo de amigos crecía mucho. Todos los días nos reuníamos por las 

tardes con cualquier pretexto, comenzaron las primeras fiestas, las primeras amistades profundas, las primeras experiencias fuertes como la muerte de dos de nuestros amigos, uno en un accidente de tráfico y otro a causa de un cáncer muy agresivo. Fue una adolescencia muy plena, pero tengo que reconocer que aunque llevaba muy buena amistad con muchos de mis profesores y con mis papás, en más de una ocasión fui un verdadero dolor de cabeza para ellos. Hoy les agradezco infinitamente su paciencia y su cercanía durante esos años.

La preparatoria la estudié en el Tec de Monterrey campus Guaymas, son años que recuerdo con un inmenso gusto. En la preparatoria éramos unos 150 alumnos, todos nos conocíamos y nos llevábamos muy bien. Vivíamos un ambiente realmente muy alegre y gracias a Dios también muy sano. Un día durante uno de los recesos, un exalumno se presentó en el pasillo central y nos puso un video sobre unas misiones de Semana Santa, fue así como conocí las Mega Misiones, cuando terminó el video me acerqué a hablar con él y le pregunté quién organizaba las misiones, me contó sobre el Movimiento Regnum Christi y sobre los Legionarios de Cristo. Me entusiasmé con la idea de las misiones y no fui el único, porque esa Semana Santa nos fuimos tres alumnos de la “prepa” a las misiones; mi hermana, una amiga de nosotros y yo. Esas misiones definitivamente determinaron mi vida. Durante esa semana me maravillé al ver el testimonio de jóvenes alegres y “normales” a los que les gustaba la fiesta tanto como a mí, pero que además eran capaces de vivirla de un modo distinto, jóvenes a los que nos les daba pena decir que eran católicos en cualquier ambiente y comportarse como tales además de ser gente que ejercía un liderazgo muy especial, estaban llenos de iniciativas, de proyectos, de entusiasmo. Les dejé mis datos porque me pidieron seguir en contacto. Fue así como unos meses después recibí la invitación para ir a un retiro de incorporación al Movimiento Regnum Christi, curiosamente mi hermana también tuvo retiro ese mismo fin de semana y nos incorporamos al Movimiento el mismo día. A partir de entonces las consagradas y los legionarios comenzaron a visitar con más frecuencia mi casa que se convirtió en un punto de encuentro con otros jóvenes. Poco a poco, al ver mi gusto por las misiones y mi amistad con los padres, mis amigos comenzaron a decirme en tono de burla que yo acabaría yéndome de “padrecito”, incluso una de las profesoras de la prepa a la que yo estimo mucho me “profetizó” que de seguro lo mío era la vocación al sacerdocio, fue así como comencé a formular en mi interior la pregunta; ¿y si yo fuera sacerdote?, es increíble lo que esta simple pregunta puede hacer en la vida de cualquier joven, “¿y si yo?, ¿y si yo?”, la verdad era como una especie de enamoramiento, la idea me daba mucho miedo, pero al mismo tiempo me llenaba de emoción, no quería dejar las cosas que tenía y tanto me gustaban pero seguía sintiendo que estaba hecho para algo grande, algo que implicara una donación total, algo donde realmente pudiera contribuir a mejorar el mundo. Por fin un día se lo comenté al el P. Gabriel González, LC y él me invitó a conocer el noviciado de los Legionarios de Cristo en Monterrey, fue un fin de semana, pero me bastó la primera media hora para descubrir que ese era el lugar donde Dios me quería y el lugar en el que también yo quería estar, todo me gustó, el lugar, las actividades, pero sobretodo el ambiente. 

Estaba decidido a ir durante ese verano al período de prueba llamada candidatado, para probar si Dios efectivamente me llamaba a ser su sacerdote. Pero venía la parte más complicada, decírselo a mi papá, lo que pasa es que mi padre era una extraordinaria persona, honesto, valiente, noble, con una gran conciencia social y sumamente inteligente, pero no era un hombre de fe, y no  es que fuera un anti-clerical, incluso estuvo siempre de acuerdo en que sus hijos recibieran una auténtica formación católica, pero de eso a que uno de sus hijos pensara en consagrar su vida por completo a Dios había una gran distancia.

Coincidió que ese mismo verano que yo pensaba irme al candidatado, transfirieron a mi papá a Acapulco por lo que toda la familia nos mudamos para allá, yo que tenía miedo de enfrentar el tema vocacional con mi papá vi esa mudanza como “un signo” de que quizá convenía esperarme un poco, (nunca definí qué significaba ese poco), así que llegando a Acapulco de nuevo ciudad nueva, casa nueva, colegio nuevo, nuevos amigos y nueva novia. Era una chica muy guapa y alegre, nos llevábamos muy bien y ese noviazgo duró dos años. Terminado el primer año en Acapulco a mi papá lo transfirieron a otro puerto pero ahora en el Golfo de México, a Tuxpan Veracruz. Ahí solamente llegaron mis papás porque mi hermano mayor vivía en Guaymas, mi hermana estaba dando un año como voluntaria colaborando con el Regnum Christi en Cozumel y yo comencé a estudiar mi carrera de derecho en la Escuela Libre de Derecho, en la Cd. de México.  Para entonces yo ya estaba convencido de que no tenía vocación sacerdotal y que todo había sido un fervor pasajero de mi juventud.

Después del primer año de carrera, durante el verano, mi hermana nos dio la noticia de que pensaba que Dios la llamaba a la consagración total de su vida y que se iría al candidatado. Esa noticia produjo una revolución en la casa pero ella supo defender su postura con mucho valor y con mucha coherencia, tanto que consiguió la aprobación de mi papá, a pesar de lo mucho que le costó. Durante ese verano mi papá tuvo un problema en la columna, lo llevamos a operar a la Cd. de México y aunque salió muy bien de la operación, durante la recuperación empezó a tener dificultades cardiacas y un 31 de agosto por la noche lo tuvimos que llevar de urgencia al hospital donde esa misma noche murió. De nuevo la familia cambiaba radicalmente. Mi mamá de ser una ama de hogar con su marido y tres hijos, se descubrió viuda, con una hija consagrada y otro a punto de casarse, así que solamente le quedaba yo. Yo dejé de estudiar durante un año y ese tiempo lo dediqué a estar con mi mamá, fuimos viendo el tema de su casa, etc. Ese tiempo sin estudiar y sin trabajar en un joven tan propenso a las amistades y a las fiestas digamos que no fue lo más provechoso que digamos. Me dediqué a viajar, a las fiestas, a las compras, hacía muchas cosas y no hacía nada, pero afortunadamente los amigos del Regnum Christi que para entonces ya había hecho en la Cd. de México me empezaron a frecuentar cada vez más y fueron una excelente influencia, tanto que al terminar ese año, en lugar de regresar a la universidad decidí dar un año de mi vida como voluntario colaborando con el Movimiento, sentí que era una buena forma de corresponder a todo lo bueno que de ellos había recibido y ¿porqué no?, una buena oportunidad de darle “algo” a Dios, ya que no me iba a ir de sacerdote.

Colaboré en Xalapa Veracruz trabajando con jóvenes. Ese fue el año decisivo en mi proceso vocacional, no fue nada en concreto y al mismo tiempo fue todo. El trabajo, el bien que se le podía hacer a la gente, el ambiente de auténtica caridad que se vivía en las casas de los padres legionarios, etc. Fui a Roma para la clausura del año jubilar y aprovechamos para hacer unas misiones en un pueblito de Bosnia, durante las misiones el párroco nos dijo, “ustedes son muy afortunados, porque en México si eres católico lo peor que te puede pasar es que se burlen de ti, aquí por ser católico te pueden matar”. No necesité más motivaciones, sabía lo que tenía que hacer, sabía que Dios me había dado mucho durante mi vida y que me había “cuidado” mucho incluso cuando yo no hice nada por cuidarme, así que decidí ir al candidatado y probar.

Todos estos años en la Legión han sido años de auténtica plenitud. El día de mi ordenación diaconal durante toda la celebración escuché en mi interior una y otra vez la voz de Dios que me decía, ¿lo ves?, has estado en muchísimos lugares, has hecho muchísimas cosas, has conocido muchísima gente pero por fin lo sabes, este es tu lugar y efectivamente, este es mi lugar, Dios es mi lugar.

No pienso terminar sin hacer una mención muy especial a las dos mujeres que han hecho que hoy sea posible que yo haya llegado hasta el sacerdocio. Mi mamá del cielo, María, que siempre me ha acompañado a lo largo de mi vida cuidando y protegiendo mi fe y mi amistad con Cristo y mi mamá en la Tierra que siempre, siempre nos ha enseñado a saberse donar con alegría para cumplir la voluntad de Dios aunque cueste, con la confianza de que Dios nos ama, y sabe mejor que nosotros lo que hace.

El P. Luis Rodrigo Núñez Jiménez  nació en la Cd. de México el 18 de julio de 1978, se incorporó al Movimiento Regnum Christi en Guaymas Sonora en 1996, estudió un año de la carrera de derecho en la Escuela Libre de derecho en la Cd. de México y dio un año como colaborador del Regnum Christi en Xalapa Veracruz. Ingresó al noviciado de la Legión de Cristo en el verano de 2001 en Monterrey, estudio humanidades clásicas en Salamanca España y filosofía en Roma. Sus prácticas apostólicas las realizó en Aguascalientes México trabajando en la promoción vocacional y sus estudios de teología los cursó en Roma colaborando al mismo tiempo en las oficinas de la administración general de la congregación. Actualmente es director de sección de jóvenes en Guadalajara.

Ordenaciones P. Juan Manuel Flores


Dios no sabe fallar

Testimonio vocacional del P. Juan Manuel Flores Hernández

 
P. Juan Manuel Flores Hernández L.C.

Sobra decir que siempre fui un niño guapo, alegre y bastante travieso. Y si no me creen, pueden preguntarlo a mis papás, a las cortinas quemadas de mi abuelita materna y a la directora de mi antiguo colegio en Celaya. Nací el día 28 de julio de 1981 en la hermosa ciudad de Celaya Guanajuato. Soy el segundo de tres hijos, tengo una hermana mayor llamada Edith y un hermano menor de nombre Jesús. Eso sí, el consentido de la familia soy yo. Mi papá, Juan Manuel Flores, es contador público y mi mamá, María del Consuelo abogada; ambos siempre han sido para mí un verdadero ejemplo de vida cristiana y de paciencia heroica a pesar de mis numerosas travesuras.

Cuando era pequeño, alguna vez pensé en ser sacerdote, sobre todo porque me gustaban mucho las hostias que me daba mi abuelita paterna Juanita después de enseñarme el catecismo. En caso de que algún día llegaran a faltar, éstas eran sustituidas por galletas María, por lo que puedo decir que ya desde mis nueve años me gustaba comulgar unas veinticinco veces al día.

El llamado

Era el año 1993. Me encontraba estudiando sexto de primaria. Un día estaba divirtiéndome con mis amigos jugando una “cascarita” de fútbol. El partido estaba reñidísimo. Faltando dos minutos para que terminara el segundo tiempo el marcador iba 1-1, fue entonces cuando uno de mis compañeros me mandó un pase que bajé de pechito y justo enfrente de la portería hice un chute con todas mis fuerzas hacia gol y mientras el balón cruzaba el ángulo superior derecho, estallaron gritos de júbilo por la anotación. Habíamos ganado, éramos los campeones del colegio. Poco duró el espíritu de alegría, pues unos segundos después de la anotación se escuchó la explosión de cuatro cristales que protegían el periódico mural del colegio debido a que el balón se había estrellado contra ellos. Todos nos pusimos pálidos. Si no hubiera sido por el toque de la campana nos hubiéramos quedado toda la tarde contemplando el accidente.

Mis compañeros y yo tomamos el balón y nos fuimos corriendo hacia el salón. Como la profesora se demoró un poco en llegar, mi curso aprovechó la ocasión y comenzamos una excelente guerra de papeles. A mitad de la batalla reinó un silencio sepulcral, había entrado la directora. De pronto comenzó a llamar a algunos de la clase, curiosamente los que “mejor nos portábamos”, entre los cuales me encontraba yo. Nos pidió que esperásemos fuera. Me imaginé el peor de los castigos. Cuando crucé el umbral de la puerta, vaya sorpresa, un religioso bien peinado, con el calzado lustrado y con una manera de vestir muy peculiar atrajo la atención y la admiración de los que salíamos del aula. La directora nos explicó que este padre quería hablar con nosotros e invitarnos a un fin de semana en un seminario que estaba en la ciudad de México. Yo a mis adentros me decía: a mí que me inviten a donde quieran (hasta a ir a la luna) mientras no me castiguen… Era curioso porque cuando estaba más pequeño a veces me mandaban a la dirección por haber hecho alguna travesura, llamaban a mis papás y después de llamarme la atención me decían: hijo, si te sigues comportando mal te vamos a mandar a un seminario. Yo no sabía qué era realmente un seminario, pero la palabra se escuchaba medio tétrica, así que para no arriesgarme mi comportamiento cambiaba favorablemente. Sin embargo, al ver a este padre tan sonriente y jovial mi concepto de seminario cambió. El padre nos habló acerca del centro vocacional de los legionarios de Cristo situado en el Ajusco y la vida que llevaban en él. Me encantó. De la clase yo fui el único que acudió al fin de semana y posteriormente al seminario.

La respuesta

Un día regresando a mi casa, ya en los últimos días de clases que me quedaban para terminar sexto, me puse a pensar qué haría en aquellas vacaciones antes de ingresar a la secundaria. Me podía ir a la playa con mi familia y pasar unos días fantásticos, o también me atraía la idea de pedirles permiso a mis papás para irme unos días con mi tía y mis primos a Estados Unidos e ir a Disney Landia, etc. Todas estas ilusiones rondaban en mi cabeza hasta que llegué a la puerta de mi casa y vi un par de cartas en el piso. Las levanté y vi que una de ellas estaba dirigida a mí. Era de los padres de México que me enviaban fotos del fin de semana al que había asistido hacía ya algunos meses y que me invitaban a participar de un cursillo de verano que duraría alrededor de un mes. Cuando vi las fotos recordé que me la había pasado muy bien en el seminario y esta opción entró dentro de mis planes en las vacaciones. La carta decía que se pondrían en contacto conmigo para saber mi respuesta, pero no especificaba el día ni la hora. Podía ser esa semana o dentro de un mes, o dentro de varios meses. En fin, yo guardé mi carta y me fui a mi cuarto a jugar video juegos para concentrarme y tomar una decisión.

Llegó la tarde. Mi mamá llegó del trabajo y se puso a preparar la comida. Fui a saludarla y le dije que me iba a ir al seminario ese verano. Como pensó que le estaba haciendo una broma no me puso mucha atención y no me creyó. Antes de salir de la cocina le dije que por esos días iban a venir por mí los padres para llevarme al seminario. Ella me dijo que eso estaba muy bien y que me fuera a hacer la tarea.

Cuando estábamos terminando de comer sonó el timbre. Mi mamá me pidió que me asomara para ver quién era. Me levanté de la mesa y fui a ver. Eran los padres. Les abrí, los saludé y los invité a que pasaran. Después de acomodarlos en la sala, regresé al comedor y les dije a mis papás que ya habían llegado los padres. Se pusieron pálidos del asombro, pues hasta ese momento pensaban que les había estado haciendo una broma. Se levantaron del comedor y fueron a saludar a las visitas. Después de una larga charla, de la cual la verdad no me acuerdo mucho, mi mamá se volteó y me dijo: ¿de verdad quieres ir? a lo que le respondí: sí. Y me dijo: está bien, te damos permiso de que vayas, pero estoy segura que a los tres días los padres te van regresar por lo tremendo que eres. Hasta hoy han pasado 19 años casi 20 y mi mamá me sigue esperando, se ve que a Dios le gustan los traviesos.

El cursillo de verano

Llegué al cursillo. Fue un mes inolvidable. Los paseos a la montaña, las visitas a Reino aventura y a diversas partes de la hermosa ciudad de México, el hermoso ambiente de alegría que había entre todos los niños, los torneos de fútbol y toda la formación que los padres nos daban llenaron mis expectativas. Realmente ser sacerdote era algo grandioso. Me ilusioné no sólo por las cosas maravillosas que estaba viviendo, sino al ver la alegría de los padres. Si había guerra de globos de agua eran los que más se divertían y los que mejor puntería tenían. Si jugábamos algún deporte eran los que más goles o canastas metían. Si había concurso de canciones eran los que mejor lo hacían. En fin, eran auténticos campeones de Cristo.

Tres días antes de terminar el cursillo introductorio estaba tomando una decisión muy importante para mi vida: quedarme en la apostólica o volver a casa y seguir con mi vida normal. Ya tenía mi inscripción hecha en uno de los mejores colegios pertenecientes a los maristas en Celaya, donde cuatro de mis tíos eran profesores de distintas materias e incluso el director era mi tío. La mayoría de mis amigos estudiarían allí y ya le habían preguntado en repetidas ocasiones a mi mamá que cuándo volvería. Recuerdo que incluso me llegó la noticia de que una de mis mejores amigas llamada Alejandra se había inscrito en dicho colegio. Ella antes de terminar sexto me dijo que si estábamos juntos en la secundaria sería mi novia. Todas estas oportunidades me agradaban mucho y me atraían, y las comparaba con lo vivido durante el mes de cursillo, pero veía que les faltaba un ingrediente esencial para que me hicieran realmente feliz: Dios.

La gran pregunta

Ese día íbamos a tener un paseo especial a uno de los colegios de la congregación. Jugaríamos fútbol empastado y después tendríamos un tiempo largo de piscina para descansar del juego. Por la tarde veríamos una película. Un programa estupendo para cualquier niño. Digo íbamos a tener porque no lo tuvimos a causa de que ese día Dios me haría una pregunta muy importante en mi vida.

Nos estábamos subiendo al autobús para dirigirnos al colegio donde supuestamente sería el paseo. Dentro del camión el ambiente era bastante alegre, había guerrita de chanclas voladoras, toallas, jabones, champús, etc. Otros iban jugando con sus video juegos o cantando. A mí me tocó en el tercer puesto de lado del chofer junto con un amigo de León que le llamábamos el “Dado”, pues nunca podía sacar más de seis en los exámenes de matemáticas. Detrás tenía a otro compañero que estaba sumergido en su video juego, estaba súper feliz pues ya estaba en el último nivel del juego y nos decía que lo terminaría antes de llegar al colegio, lo cual no sucedió. Arrancó el transporte. El autobús en el que viajábamos era conocido como el Pato y tenía la costumbre de estropearse continuamente. Estando cerca de lo que antiguamente era Reino aventura (ahora Six Flags), vi que el chofer apretaba continuamente el pedal de freno sin obtener respuesta. Nos encontrábamos en una vía de tres carriles y a lado estaban otros tres de sentido contrario con bastante tráfico. A mano derecha saliendo de nuestro carril había una especie de precipicio. Vi que a unos metros de distancia en frente de nosotros había unos semáforos que en ese momento se encontraban en rojo y había dos coches detenidos en cada carril. Nos habíamos quedado sin frenos y llevamos mucha velocidad. Como en el autobús teníamos fiesta, fuimos muy pocos los que nos dimos cuenta de ello. Uno de los chicos que estaba enfrente de mí también se percató de lo que estaba ocurriendo y se levantó corriendo a la puerta pidiéndole al chofer que la abriera para tirarse de ella, pues no quería chocar y morir. El chofer llamó al padre que nos acompañaba para que sentara al chico, le informó que no teníamos frenos y tomó con una de las manos la palanquita que accionaba la puerta para que nadie la abriera, pues a esa velocidad cualquiera se podía hacer picadillo. Aunque el padre trató de hacerse oír para dar la noticia no tuvo gran éxito. Recuerdo muy bien aquél instante, mientras nos acercábamos a los coches detenidos por el semáforo, con los que seguramente chocaríamos, vi mis doce años de vida en fracción de segundos. La pregunta era clara ¿qué había hecho por Dios en esos años?

Cuando estábamos a poca distancia de uno de los coches detenidos, el semáforo se puso en verde. Comenzaron a avanzar los autos y el chofer para no chocarles se cruzó por los carriles donde circulaban los automóviles que venían en sentido contrario. Fue un momento paralizante. Vi como el chofer esquivaba a uno, dos, tres, cuatro coches sin impactarse con ninguno, a pesar que estaba manejando con una mano. Aquello era una verdadera película, si hubiera ido a Disney ese verano seguramente que en ningún juego hubiera experimentado tanta adrenalina.

Después de cruzar por dichos carriles nos salimos del camino y había unas montañas de tierra grandes. Cuando nos acercábamos a una de ellas, pensé que el autobús chocaría con alguna de ellas y se detendría, pero no fue así. En vez de chocar saltamos por la montaña y caímos muy fuerte, con lo cual la velocidad disminuyó considerablemente, pero no fue suficiente para detener al autobús por completo. Gracias a Dios, un camión de carga estaba estacionado por esa parte y el autobús con la poca velocidad que le quedaba chocó con él y se detuvo totalmente. Comenzaron a llegar varias ambulancias y algunos médicos. Yo me vi entero y sin ningún golpe severo. Los doctores pidieron que todos los que estábamos bien bajáramos del autobús para que atendieran a los que lo necesitaban. Antes de bajar escuché que el chico que estaba detrás de mi estaba llorando mucho, me di la vuelta y no le vi ningún golpe, por lo que le pregunté ¿por qué lloras? Y me dijo que su video juego se había apagado por el movimiento tan brusco del camión. Seguía sin enterarse de lo que había pasado. Mientras bajaba vi alrededor de mi algunos compañeros que no tenían lesiones muy graves, sólo se habían golpeado con algo o tenían los brakets de los dientes pegados a los labios como era el caso del “Dado”. Al bajar vi cómo había quedado el camión. Parecía una lata de jugo aplastada sin piedad. Era un verdadero milagro que no nos hubiera ocurrido algo peor. Mientras veía el autobús con otro de mis compañeros se nos acercó una señora que traía una bolsa de panes y un frasco con un líquido verde. Destapó el bote y se echó el líquido en la boca, después le escupió al chico con el que estaba y le dijo que era para que se le saliera el mal espíritu. Yo le dije que tenía muy buen espíritu y que no necesitaba que me echara tal cosa, pero que me podía regalar los panes para el susto. Accedió y me dio los panes. Mientras me comía mi pan volvió a mi mente la pregunta ¿qué había hecho por Dios en esos años? Después de un par de horas llegó otro autobús por nosotros y regresamos al seminario.

La alegría de entregarse

Decidí entrar al Centro vocacional y desde entonces he seguido mi vocación con gran entusiasmo. Muchas veces me había soñado como un gran médico, un importante empresario, un famoso jugador de fútbol o un diestro profesor cinta negra de Karate, pero Dios tenía otros planes más grandes para mí y me invitó a ser uno de sus íntimos. Ahora cada vez que me pongo la sotana me gusta pensar que soy un cinta negra de Dios cuya misión es luchar por la salvación de las almas.

Mi vida en la Legión ha sido muy enriquecedora. Los cuatro años que viví en España como novicio y humanista, los cuatro que estuve en Roma haciendo mi filosofía y disfrutando de la cercanía del Papa, los siete años que llevo trabajando en los seminarios de Colombia, Argentina y  Guadalajara han sido momentos inolvidables donde he podido convivir con personas maravillosas a las que les expreso mi gratitud y cariño al igual que al presente lector. Han pasado casi veinte años desde mi entrada al cursillo y si Dios me volviera a hacer la misma pregunta del accidente estoy feliz de poderle decir que tengo las manos llenas y que he sembrado en esta vida para cosechar en la eternidad. Dios no sabe fallar.
El P. Juan Manuel Flores nació el 28 de julio de 1981 en la ciudad de Celaya, Guanajuato. Es el segundo de los tres hijos nacidos del matrimonio entre Juan Manuel Flores y María del Consuelo Hernández. Cursó sus estudios de primaria en el colegio México de Celaya. Ingresó al Centro de vocacional del Ajusco en México en el año 1993, donde realizó sus estudios de secundaria y parte del bachillerato. En 1997 viajó a Salamanca, España para comenzar el noviciado y finalizar sus estudios básicos y humanísticos. Estudió cuatro años filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum en Roma. Fue parte del equipo de formadores de los centros vocacionales de Colombia, Argentina y Guadalajara. Actualmente sigue colaborando como formador de seminaristas en la ciudad de Guadalajara (México).

Ordenaciones P. Vicente Yánez


Más grande que mi corazón

Testimonio vocacional del P. Vicente David Yanes Cuevas

 
P. Vicente David Yanes Cuevas L.C.

La vida es un regalo y una aventura. Como regalo nos viene dada sin merecerla, como aventura pide tu protagonismo a cada paso. Vivir implica mantenerse abierto a continuas sorpresas y también querer entregarse para que las cosas sucedan. Al empezar mi adolescencia comencé a darme cuenta de ambas verdades; fui consciente de que mis días avanzaban sin detenerse y recuerdo que me propuse tratar de ser lo más feliz posible en cada momento (Carpe diem!). Pero pronto descubrí también que mis mayores deseos y planes de felicidad se quedaban muy cortitos, que no le llegaban  ni a los talones a la invitación que Alguien “más grande que mi corazón” iba a hacerme, ese “Alguien” que me había echado el ojo desde siempre…

* * *

El hermano mayor

Soy el mayor de tres hermanos, modelo 1981. Nacido en Monterrey, así que buena gente. Óscar, mi primer amigo, nació cuando yo tenía dos años y medio. Carlos Andrés, el pilón y el mejor de los tres, llegó cuando me faltaban dos meses para cumplir diecisiete. (Además de ellos Dios me quiso regalar una hermana espiritual muy especial, catorce años después: Bogi). Mis papás siempre nos han querido mucho, lo mismo nosotros a ellos y entre los hermanos es habitual manifestarnos un cariño mutuo muy profundo. Aunque la economía de casa no ha sido la columna más segura de la familia, nunca nos faltó nada y sí recuerdo el esfuerzo de mis papás por darnos una buena educación y una formación basada en los valores cristianos, con una participación muy asidua en la vida de la Iglesia.

Rezar e ir a misa eran actividades familiares que veíamos con mucha naturalidad en nuestra casa, y que realizábamos de bastante buen agrado. Mis papás han vivido casi todo su matrimonio como miembros activos en el Movimiento Familiar Cristiano y puedo decir que su testimonio no nos pasaba desapercibido. Agradezco a mis papás que nos hayan transmitido la fe de un modo tan directo, lo que en mi caso fue un terreno que Dios aprovechó para sembrar en mi alma la vocación sacerdotal.

Ningún sacerdote en los juegos

De niño me encantaba inventar juegos y crear historias en las que Óscar y yo poníamos en acción a los cerca de 100 muñecos que teníamos (a veces pienso si Tolkien no nos robó alguna historia…). Ninguna figurilla del cuarto podía quedarse fuera, cada uno tenía su papel. En nuestro vasto reparto nunca se nos ocurrió incluir un sacerdote -aunque no faltaban los sabios que, escondidos en las montañas, daban los consejos precisos para cambiar los destinos de los hombres-. El bien y el mal en sus múltiples manifestaciones estaban presentes detrás de rostros muy dispares e historias legendarias.

Por encima de todo, la lealtad… y tras ella, la misericordia

Entre todos los valores, tanto en el juego como en mi vida real, mi valor más apreciado fue siempre la lealtad: en nuestras historias siempre había un personaje que, no importando por cuántos peligros y enemigos tuviese que atravesar, llegaría sin falta a prestar su brazo para protegerte. Con mis amigos sucedía lo mismo: lo que yo más buscaba en ellos es que fuesen incondicionales, saber que iban a “estar allí” cuando los necesitaba. Posiblemente tenía una visión un tanto idealizada de esta virtud, como si la lealtad fuera incompatible con la menor sombra de duda o de debilidad humana.
Con el paso del tiempo fui aprendiendo que todos éramos imperfectos y limitados y, sin embargo, mi corazón seguía buscando a alguien que me diese esa seguridad de que siempre iba a estar conmigo. En la casa teníamos un cuadro muy grande del Sagrado Corazón con una frase que decía “Amigo que nunca falla”, recuerdo que una vez me quedé mirando ese mensaje, tratando de asimilarlo y preguntándome seriamente si podía ser verdad que hubiese un amigo “que nunca falla”. Todavía como ahora estaba muy lejos de ser lo que se dice “un santo de altar”, pero en ese momento le pedí a Dios que lo que Él me prometía si fuese verdad, que Él no me fallara. Así lo sentí, y supe que con él sería diferente, que mi corazón no se equivocaba.

La segunda virtud que siempre me atrajo fue la misericordia: el perdón era para mí algo sagrado, quizá el acto más grande que un hombre podía tener hacia otro; la gran prueba de la propia calidad humana. Y esto también lo encontré en Jesús de un modo infinito: Él era todo misericordia conmigo porque era todo lealtad. Si yo fallaba, Él permanecía siempre fiel…

Dejar huella en el mundo, pero ¿cómo?

Mis sueños como adolescente eran ser reportero, escritor, actor, y director de orquesta o cantante de ópera… casi nada. Pero ser sacerdote creo que nunca lo consideré una posibilidad. No me atraía la popularidad por sí misma, pero sí deseaba dejar “alguna huella” en el mundo, algo que contara: entregar algo de mí al patrimonio de los hombres antes de morir, permanecer en “la historia”. Siempre me han gustado las historias: leerlas, contarlas, actuarlas, vivirlas… realizar mi papel del mejor modo posible y salir del escenario cuando me llegara el momento. Pero, ¿cuál era mi papel? Tenía delante varias opciones, proyectos… pero aún no se había presentado el mejor candidato. Y que eso estuviera pendiente no era un obstáculo para perseguir la felicidad en mi adolescencia.

Cuando llegó “la plenitud de los tiempos”

Tenía 14 años y era feliz a tope. Hacía lo que quería y quería lo que hacía, y con eso queda dicho todo. No me faltaban amigos y amigas con los cuales compartir muchas alegrías. Felicidad, espíritu positivo, alegría, mirar adelante: todas estas palabras sirven para describir mi situación interior durante toda mi vida hasta antes de los quince. Y lo que vino después ha sido mucho mejor. Si me lo hubieran predicho no lo habría creído, por dos motivos muy fuertes: primero, porque me sentía pleno; segundo, porque no echaba en falta nada.

¿Es posible estar seguro de la propia vocación a los 14 años? Por mi propia experiencia puedo decir “sí, completamente”. Pero para cada uno Dios tiene su camino: no sólo la edad y el momento, sino el grado mismo de convencimiento es diverso. A mí no me dejó la menor duda de que Dios me llamaba para seguirle de por vida. Lo que ha pasado en los años sucesivos ha sido sólo un profundizar y fortalecer la decisión de la primera vez.

Una invitación inesperada, inofensiva

Un sacerdote legionario a quien conocí y frecuentaba para hablarle de mis “problemas” de adolescente, el P. Gonzalo Urquiza, en uno de nuestros encuentros me preguntó directamente si alguna vez había pesando en ser sacerdote. La respuesta: “no, nunca”. “Y si yo te invitara a conocer un seminario, sólo para conocer, ¿irías?”. El padre me caía muy bien, y la actividad me parecía “de bajísimo riesgo”, así que acepté. No sólo no tenía nada que perder, sino que estaba convencido de que tampoco encontraría nada que me llamaría la atención.

Me equivoqué. Completamente. Dios juega muy bien sus cartas y no era posible que yo fuese más listo o que supiese mejor que Él donde estaba mi felicidad. Me encantó lo que encontré en el centro vocacional de León. Ya sólo llegar me di cuenta que estaba en un lugar especial, pero no pasaron ni un par de minutos para que la vida de aquel seminario, de sus seminaristas, comenzara a atraerme la curiosidad.

Lo que más admiré al llegar fue la disciplina, el orden y la armonía que reinaba por todas partes. Pero mayor fue mi sorpresa cuando estuve entre los seminaristas de tercero de secundaria (un año mayores que yo) y los vi tan felices y tan normales. Todos ellos eran amigos entre sí, amigos entrañables; con sus diferencias y temperamentos, pero eran muy amigos: se notaba el aprecio mutuo, la confianza, la alegría con que vivían. Eran chicos como los de fuera, pero al mismo tiempo yo sentía que eran “muy especiales” por estar ahí, que eran valientes y de decisiones definidas para darse a sí mismos la oportunidad de ver si Dios les llamaba. Lo que encontré me gusto demasiado… otra cosa a lo que había imaginado. Terminé la cena con el propósito de cursar el próximo año en el CV de León. Pero Dios aún quería darme un mensaje más claro, un regalo más grande.

La llamada, camuflada en un cuadro pero fulminante

Dios llama de verdad. Eso quiere decir que escuchas su voz, que percibes con claridad que te ha elegido a ti y no al tipo de al lado, que la invitación va con tu nombre y es de ti quien espera la respuesta. Si Dios llama a alguien es imposible que el interesado “no se entere”… o éste está muy distraído o Dios lo haría francamente mal.

El modo de esta llamada es muy diverso: puede ser en medio de “grandes momentos” de película o sumergido en la cotidianeidad. Pero es un suceso identificable, y dentro de su sencillez será siempre un momento “grande”: porque ahí se une lo humano con lo divino, lo pasajero con lo eterno, la tierra con el cielo.

En mi caso me vino acostado, aunque no en sueños. Después de la cena de bienvenida los seminaristas se fueron a sus oraciones de la noche y los muchachos de la convivencia tuvimos juegos nocturnos en el jardín, para cansarnos… Ya en el dormitorio, me quedé mirando un cuadro que estaba en la pared antes de que apagaran la luz. No era nada extraordinario, pero lo que vi ahí cambió mi vida por completo. La fotografía presentaba la ladera de una montaña nevada, en lo alto. La blanca extensión dominaba la escena y por encima de ella se veía el cielo. Eso era todo lo que había. Pero yo “me vi a mí mismo” en la imagen. Era yo, mayor, vestido de negro y de largo. Yo en sotana, que subía por esos duros caminos porque sabía que era sacerdote y que iba a encontrarme con un enfermo que me había llamado antes de morir. ¿Ensueño, premonición? Para mí fue la llamada de Dios. Y respondí “sí”. No sólo lo dije en mi interior, lo pronuncié con fuerza y recuerdo que lo escuché. Después de eso, me dormí muy feliz.

“He estado en el cielo, ¿me dejas volver?”

Así de sencillo pasó todo. Una imaginación de un adolescente, de eso se valió Dios para hacerme la invitación a seguirlo de por vida. El hecho en sí lo descubrí cinco años más tarde, como fruto de una oración en la que precisamente le pedí a Dios que me permitiera redescubrir el momento concreto y puntual en que me eligió. No me cabe la menor duda de que así fue, porque al redescubrirlo lo recordé con sus pormenores. Cosas de Dios… Pero en aquellos días de enero, aunque no fuera tan consciente de lo que había pasado sí recuerdo que estaba completamente convencido de que Dios me había llamado y que me había escogido para estar con Él para siempre. Escogido, con Él, para siempre. Estas tres ideas siempre las he tenido muy claras en mi corazón. Desde luego ha habido dificultades en este camino o momentos en que otras opciones han podido distraerme; pero dudas, en mi caso, ninguna.

Yo quería quedarme en León desde el día en que llegué. El sacerdote que me llevó de visita me explicó que así no se manejaban estos asuntos, que qué iban a pensar mis papás… Evidentemente, tuve que volver a casa. Pero la primera cosa que le dije a mi mamá cuando la vi fue “Mamá, fui de visita al cielo. ¿Me dejas volver?”. Fue una sorpresa muy grande para mis papás verme tan entusiasmado, porque no hablaba de otra cosa y no quería sino volver y hacerme apostólico de la Legión de Cristo para seguir a Jesús que me había llamado.

Mis papás supieron reconocer la acción de Dios en mi vida, confiaron en Él y me apoyaron completamente; lo mismo puedo decir de mis familiares y de la casi totalidad de mis amigos. Siempre han estado conmigo y me han acompañado espiritualmente en este camino de más de 16 años. Camino que volvería a tomar mil veces, porque nada de “lo que pude haber hecho” en este tiempo puede compararse con la alegría de seguir a Jesucristo, con el privilegio de ser de los suyos.

El amor de mi vida, Jesucristo; mi camino, la Legión

¿Qué es lo más valioso que he aprendido en la Legión? Siempre diré lo mismo: conocer personalmente a Jesucristo, hacer la experiencia de su amor particular hacia mí, conocerlo como el Amigo real, verdadero, que está a mi lado en todo momento. Cada persona tiene su camino para conseguir esto, que es la meta más alta de la vida: yo lo recibí en la Legión de Cristo. Soy feliz como legionario de Cristo y me siento orgulloso de mi vocación y de pertenecer a esta familia tan querida y probada por Dios.

El deseo más grande de mi alma es encontrarme con Jesucristo al final de mis días y darle un abrazo entrañable, agradecerle todo su amor a mí, y escuchar en su pecho los latidos de ese Corazón “más grande que mi corazón”. Descubrir esto ha sido lo más maravilloso que he experimentado en esta vida… y creo que la que viene será aún mejor.

El P. Vicente David Yanes Cuevas nació en Monterrey, Nuevo León (México), el 10 de junio de 1981. Ingresó al seminario menor de los legionarios de Cristo en julio de 1996 en la ciudad de León. En 1998 ingresó al noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México). Terminó sus estudios de bachillerato y estudió el bienio de humanidades clásicas en Salamanca (España). Realizó los estudios de filosofía (licencia) y teología (bachillerato) en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Realizó sus prácticas apostólicas como formador de los novicios en el centro de noviciado de Santa María de la Montaña. Colaboró un año como miembro de la secretaría general de la Legión de Cristo. Durante cuatro años fue formador de estudiantes de filosofía y teología en el centro de estudios superiores de los legionarios de Cristo en Roma.